Ayer hablaba de LA LETRA SIN FIN, proyecto nacido entre las manos de Joaquín Artime, pintor y artista plástico, escritor, poeta, viandante, observador, lector de ojos brillantes y amigo.
Desde que comenzó con la idea en el blog, me animó a participar junto a él escribiendo una historia a cuatro manos. Me propuso empezarla yo, y, después de un tiempo, eso hice. Una mañana, hace más de un año, escribí un principio.
Lo mejor de este tipo de proceso es que no puedes pensar más allá del presente, ya que aunque tú sepas cómo quieres continuar la historia, el que escribe contigo tiene sus propias ideas y el texto previo le inspira cosas que no eran las mismas que uno pensaba, con lo cual cada encuentro con el texto es un nuevo principio, una continuación sorprendente y nueva, y la historia se va construyendo sin que tengas ni la más mínima idea de hacia dónde va, y, en ocasiones, de dónde viene.
Así, después de un año de insistencia por parte de Joaquín para que continuara la historia, tras un parón de meses (porque soy poco dada a eso de la perseverancia), la terminamos en pocos días, y he aquí nuestra criaturita: “La vieja”.
A continuación, el primer fragmento (de doce), y el enlace a LA LETRA SIN FIN.
“Era aquel detestable modo de sorber la sopa, las verduras, la leche, el pollo, todo. Era insoportable. Durante cada comida, tres veces al día que parecían no terminar nunca, llevaba la cabeza hasta el plato y con la boca a escasos centímetros de la mesa, articulaba unos desorbitados movimientos con los labios mientras sacaba aquella apestosa lengua para llegar a duras penas hasta la cuchara, el tenedor o lo que fuera. Entonces, parecía que un ruido de mil cucarachas aleteando y ahogándose se repartía por toda la mesa, y no cesaban sorbidos, chupadas y aspiraciones hasta que el alimento rodaba por su garganta ruidosamente. Luego una y otra vez, hasta que el plato quedaba limpio como una patena. Me tenía desquiciada, la hora de comer era para mí una tortura, y sin embargo, aquella vieja me obligaba a sentarme frente a ella mientras desayunaba, almorzaba o cenaba, me invitaba con su sonrisa sin dientes a saborear juntas la jugosa ración que había preparado y yo, reprimiendo las continuas náuseas que me asaltaban nada más sentarme, debía mantenerme calladita y comer sin quejarme.


A veces me pedía que le trajera un poco más de agua, y cuando sus rugosos y retorcidos labios chocaban contra el borde del vaso, su fétido aliento parecía traspasar el cristal e inundar toda la cocina, tanto era lo que respiraba al beber. Si hubiera tenido padres, me habrían dicho que desde que vivía con la vieja se me veía más flacucha, como anémica, pero por allí sólo pasaba la gorda de mi tía, imagino que para verificar que su sucia madre se mantenía viva todavía.”