Una vez más, me paro un
segundo e intento dar sentido al batiburrillo de ideas que se forman en mi
cabeza. Sirva el blog para darles salida.  
Entiendo
al narrador oral de historias como a un profesional de la palabra, que por cuestiones
lógicas, la respeta, entendiendo respeto como consideración, cuidado,
atención…, no como miedo; ni siquiera como veneración. Respeto a lo que se
cuenta, a lo que se calla, tanto con la voz como con el cuerpo. El poder de la
palabra y del gesto, lo sabemos, es incalculable. Es curioso pararse a pensar
hasta qué punto manejamos ese poder para hacer llegar las historias que hemos
escogido contar, o hasta qué punto lo desusamos y perdemos. 
En
el caso del narrador en escena, me pregunto hasta qué punto le define lo que
dice, hasta qué punto le describe. Está claro que hay tantos tipos de narrador
como narradores hay. He visto a los que vienen del mundo del teatro, del clown,
de la filología, del monólogo, de la educación, de la educación social y que se
alimentan de todos los recursos que tienen para sumar lenguajes a los cuentos
que escogen. También está claro que cada uno selecciona para contar lo que
quiere, lo que le mueve, lo que le hace cuestionarse, lo que cree que gustará a
un determinado público…
Escoger,
seleccionar el repertorio y plantearse el tono desde el que se narra es
responsabilidad y complacencia del que se dedica al oficio, y quiero enfocar mi
reflexión hacia el momento en el que nos definimos como narradores de cuentos y
nos colocamos ante los oyentes, con un repertorio preparado, sabiendo que el
lenguaje y el estilo puede que cambie según el emplazamiento en que se cuente y
el público al que esté dirigido.
Considero
que al narrador lo define lo que cuenta, así como cómo lo cuenta. También lo
que narra entre cuento y cuento en los interludios (si los hubiera), y cómo se
dirige al público, dependiendo de sus características. Le definen las palabras
que utiliza, para qué las utiliza, el modo y el contexto en que las utiliza.
Para
mí es difícil escuchar sesiones de cuentos por parte de cuenteros que, buscando
el acercamiento del público desde la risa fácil, utilizan expresiones como “la
puta madre” o “la punta de la polla” con una selección de repertorio repleto de
vacíos y tópicos. Me cuesta escuchar gente que cuenta y que pronuncia mal las
palabras, comete errores básicos de dicción, pronunciación o sintaxis, utiliza
expresiones vulgares por doquier… Y no hablo de que se lleve tanto o tan poco
tiempo contando, hablo de si nos planteamos que, como medios transmisores de la
palabra dicha, debemos utilizar unos recursos mínimos (y digo mínimos) y dignos
de expresión.
Utilizar
la cercanía para dirigirse al público no tiene por qué significar ser vulgar.
Tampoco hablo de que tengamos que erigirnos eruditos de la dialéctica con
expresiones retorcidas e inaccesibles, historias extremadamente enrevesadas,
etc. He escuchado muchos cuenteros que, desde la espontaneidad y el anecdotario
diario, son correctos, simpáticos, accesibles, respetuosos.
Por
otro lado, me resulta chocante que un narrador controle el “tono” en el que
habla pero seleccione un repertorio torpe, pero es igual de chocante que sus
historias sean potentes y el tono sea tremendamente banal.

En
fin, creo que es interesante que, como personas que cuentan, nos defina como
grupo la variedad. Es enriquecedor. Solo me pregunto si nos planteamos la
importancia del qué o el cómo, de si somos conscientes de que, de alguna
manera, al faltar a la palabra nos faltamos a nosotros y faltamos a los que
escuchan.