Ilustra: Elena Queralt
Contar
cuentos es un regalo. Aparte de un trabajo, es un regalo que me hago a mí
misma, que hago a quienes quieren recibirlo, que me emociona, me empuja y me
hace aprender y sentirme  libre. Me
declaro enamorada de la profesión de narrador.

Desde
que empiezo a preparar un repertorio, sea para el público que sea, va en mi
código partir del respeto hacia mí misma y hacia el oyente. Me preocupo por
estar a la altura, sea donde sea, de mis expectativas para con mi quehacer, que
son altas, y entiendo que el que paga una entrada por acudir a una sesión de
cuentos o el que, sin pagar, acude a una sesión de narración en bibliotecas,
librerías, teatros, o donde se proponga, también tiene expectativas para
conmigo.

Y
sucede que son pocas las oportunidades que se dan en la isla para contar
cuentos a los niños con sus familiares (fuera de sesiones escolares, nos quedan
las pocas programaciones que se hacen en bibliotecas y librerías para acceder a
las familias). Y también sucede que cada vez es mayor mi sorpresa y la de los
que programamos para familias ante las innumerables faltas de respeto que se
llevan a cabo antes, durante y después de las sesiones.

Bibliotecarios
y libreros trabajan a diario por tratar de hacer entender a los niños la forma
en que debe tratarse a los libros o las normas de comportamiento básicas en
estos lugares: no gritar ni hablar en voz muy alta, cuidar los libros para que
no se estropeen, no comer, etc. Dentro de ese trabajo se encuentra también el
de educar a los padres para que recuerden estas normas, hasta el punto de que a
veces hay que llamarles la atención porque se ponen a hablar a voz en grito en
plena biblioteca por el móvil o con otros padres y madres, también usuarios de
la biblioteca.

Erróneamente
a veces uno da por hecho que los adultos ya vienen educados, y me encuentro más
de lo que quisiera con muchos niños que tienen que llamar la atención a sus
padres mandándoles a callar durante la sesión de cuentos, o con hermanos
mayores que quitan a los pequeños los libros de las manos porque los están
rompiendo. Por no hablar de las sesiones que se hacen en el ámbito escolar, en
las que también se da el caso de que los alumnos son los que llaman la atención
a sus profesores, haciéndoles callar para poder escuchar los cuentos.

Me da
una tristeza enorme que después de un cuentacuentos infantil en una librería,
los libreros tengan que retirar de la venta tres o cuatro libros cada vez
porque los pequeños los han roto, los han pringado de chocolate o los han
abierto y usado (como libros con pegatinas o desmontables) y luego los han
dejado, ante la mirada impasible de los adultos.

Me da vergüenza
tener que parar una sesión de cuentos para mandar a callar a los padres cuando
los niños se están comportando adecuadamente (porque cuando se sientan junto a
sus hijos es una cosa, pero cuando los niños se sientan delante y los padres se
colocan detrás, es otra completamente diferente). Me da vergüenza tener que interrumpirme
a mitad de un cuento porque un grupo de madres ha decidido que es un buen  momento para sacarse tres o cuatro fotos con
sus pequeños, levantándose, moviendo a otros niños, y sobre todo sacando a sus
propios hijos de la historia que se está contando.

Es un
trabajo que nos corresponde a todos el hecho de aprender a vivir en sociedad,
de comprender y respetar las normas de los diferentes espacios, de entender las diferencias entre un parque, una cafetería, un hotel, el salón de casa, una librería y un baño. Por mi parte, supongo que seguiré
llamando la atención como hasta ahora, con cariño, calma y sentido del humor,
porque sé que muchas veces los adultos no están acostumbrados a este tipo de
actividades, pero quiero hacer desde aquí un llamamiento al sentido común: señores, somos
padres, madres, educadores; somos ejemplo. Yo los respeto, respeto a sus hijos.
Preocúpense y ocúpense, respeten ustedes mi profesión, a mí, a sus hijos, a ustedes mismos y al lugar en el
que estamos trabajando.

Gracias.