Ilustración: Eduardo Altube

Ayer tuve una conversación con
una madre de un niño de 10 años. Sabe de mis inclinaciones lectoras y me conoce
como cuentacuentos y visitante asidua de la biblioteca infantil y juvenil.
Mientras el niño andaba por los alrededores, aprovechó para, en tono íntimo,
confesarme que a su  hijo no le gustaba
leer, y que estaba muy preocupada por ello, que desde siempre en casa se había
leído y que ella le había llevado a la biblioteca con frecuencia, que cuando
era pequeñito mostraba algo más de interés, pero que ya no había manera.

Le pregunté qué le gustaba
hacer al niño y me dijo que estaba muy centrado en el fútbol, que también
estaba en kárate aunque empezando y que los deportes eran algo básico para él.
Un niño de los de hoy: en quince mil actividades extraescolares deportivas, más
los partidos de los fines de semana, entrenamientos…

Le dije que no se preocupara,
que si al niño no le gustaba leer, no pasaba nada. Abrió los ojos como platos y
casi gritó: ¡¡¿Cómo que no pasa nada?!!

Le conté la historia de otra madre
de un niño de la misma edad que el suyo, que estaba preocupada precisamente por
todo lo contrario: el niño no dejaba de leer. No hacía ninguna otra actividad.
No se interesaba por salir con amigos, no tenía ningún interés hacia el
deporte, hacia la familia e incluso hacia la escuela, salvo lo que tuviera que
ver con la clase de lengua o algunas actividades concretas. Le motivaban las
sagas, los libros de aventuras, de zombies y vampiros y cada semana sacaba dos
o tres “tochos gordos” que se despalillaba en menos que canta un gallo. Estaba “encerrado
en casa todo el día”.
Me contestó: “hombre, tampoco
es eso”.
Me marché a casa pensando en
que cuando yo era pequeña no había planes lectores, estrategias de animación a
la lectura ni cuentacuentos. Nunca escuché a nadie que viniera a decirme lo
importante que era leer y lo bueno que iba a ser para mi vida. Ni yo ni la
mayor parte de los que nos dedicamos a mediar entre libros y lectores.
Mi madre nunca se preocupó
porque leyera demasiado, leyera poco o no leyera. Sencillamente, la cosa fluía
o no fluía.

Pero hoy está de moda animar a
leer. Surgen como plagas los planes lectores, las campañas, los días dedicados
al libro, las horas de lectura (quince minutos de una sesión cada día en
secundaria) de dudosa utilidad… y a veces nos olvidamos de que el momento en
que el libro y el lector se encuentran no siempre viene acompañado de este tipo
de parafernalias. A veces sencillamente, con suerte, surge el momento, el libro
adecuado y la chispa de curiosidad 
necesaria.

Me da la sensación de que si
tenemos esta necesidad tan apremiante de que nuestros niños lean es porque algo
falla. En la escuela, en la familia, en la sociedad… no sé. Tantas campañas
de sensibilización, tanto pan y circo y tan poco hablar de los libros que nos
apasionan si es que nos apasiona alguno.

Yo estoy cansada de los que
vienen a decir a los adolescentes que TIENEN QUE LEER, DEBEN LEER, NECESITAN
LEER porque eso podrá cambiar tu vida, hacerte crecer, hacerte pensar, viajar a
universos paralelos…

Sí, por supuesto. A mí los
libros me han ayudado a conocerme a mí misma, a acceder a un nivel de empatía y
conocimiento humano que de otro modo no habría podido percibir. Me han ayudado
a aprender, a entender, a pensar, a divertirme, y claro, a viajar.
Pero nadie me convenció de
ello. Nadie me obligó –salvo la escuela- a leer algo que  no quisiera leer o no me interesara.

Me asustan esas verdades
absolutas sobre los libros, esos imperativos. Hace no mucho criticaba una
campaña que lanzó la Secretaría del Estado de Cultura que decía: SÍ QUE TE
GUSTA LEER (pero igual no lo sabes) y se mostraban dos imágenes contrapuestas. En
una decía “CLARO QUE  ME GUSTA LEER”  y en la otra “QUE  NO, QUE NO ME GUSTA”. Una la decoraban con
libros y la otra con consolas, balones y demás accesorios relativos al tiempo
libre.

¿Tiene que gustarles leer a
todos? ¿Puede a un niño no gustarle leer? ¿Todos son susceptibles de que les
guste la lectura?
En mi opinión, un no a la
primera y un sí a las dos siguientes. Me encantan los libros, me apasiona leer
y me fascina transmitir a los pequeños y los mayores el gusto por la lectura a
través de la narración o de las charlas sobre libros pero creo que el exceso,
la apología, el toque de elitismo que crea en la mente de los españoles el “ser
lector y por tanto minoría” a veces confunde y otorga una necesidad y una
importancia excesiva a algo que es una simple cuestión de afecto y
oportunidades.

Me he encontrado con muchos
padres preocupadísimos por que sus hijos lean que no han abierto nunca un libro
ni han leído en casa, y eso me ha gustado. He comprendido que aunque ellos no hayan
tocado nunca un libro quieren que su hijo sí lo haga porque consideran que
es importante. También los que sí leen y se preocupan por que sus hijos no
sientan interés, y luego están los que se preocupan porque los niños leen
demasiado o los que  no se preocupan en
absoluto porque este tema les pasa totalmente desapercibido. La cuestión es
preocuparse.


A lo que voy: existe el derecho
a no leer, al igual que existe el derecho a no hacer deporte, a no sentirse
atraído por el cine, a no acercarse jamás a un museo.  ¿Se interesarán más los no interesados si se
les insiste y obliga? ¿Leen mejor y más nuestros alumnos de secundaria desde que
se instauró la obligación del plan lector leyendo 15 minutos diarios en voz alta
sin casi escucharse? ¿Leen más y mejor los alumnos de aquel profesor que cada
día les lee una poesía porque le encanta compartir esos textos con sus alumnos?
¿Lee más y mejor el niño que acude con su 
maestra cada mes a la biblioteca pública para leer un cuento diferente?
¿Lee más y mejor el niño que todas las noches lee en voz alta con su padre
porque  a ambos les gusta y apetece?

Leer no es una acción más elevada
que ver buen cine, no se es mejor persona por ser un gran lector ni es preciso
desmerecer a quien no lee pero hace deporte.

Si el niño quiere sentarse y
adentrarse, en silencio y soledad, en el interior de un libro y de sí mismo,
estupendo. Si prefiere jugar al fútbol, hacer kárate y ver la televisión,
también. Si puede combinar las dos cosas, mejor que mejor. Pero de lo que estoy
segura es de que no se trata de obligar a leer a nadie ni de ir pregonando
ventajas y maravillas en las que, en ocasiones, no cree uno mismo ni calan de
forma alguna en los otros.