Un maestro especialista en inglés, interesado en el tema de la promoción lectora, presta un libro juvenil a una alumna suya de diez años a la que le gusta mucho leer. Cuando la niña se lo devuelve, le pregunta: ¿te ha gustado? Ella responde que sí. Él no pregunta más.

Cuando comentamos el caso, me cuenta que hubiera querido profundizar pero que decidió no preguntarle más porque no quería que la niña sintiera que la estaba examinando, partiendo de la idea de que después de leer un libro no hay que hacer sentir al alumno como en un examen o saturarle de tareas en torno al mismo, para no desanimarle, para que no se trate de un análisis exhaustivo y lingüístico/didáctico de la obra sino de un mero compartir el placer de leer (aunque una cosa no quite la otra si se enfoca bien y se hace de todo).

Le entendí. Uno de los preceptos de los que partimos a la hora de promocionar la lectura en las aulas es el no obligar al niño a, por ejemplo, hacer resúmenes o fichas del libro leído, de las que en un tiempo los profesores fueron tan amigos. Sin embargo, en la guía por el mundo de la lectura en la infancia es importante comentar, preguntar, debatir en torno a lo que se lee. Después de una lectura, cuestiones como: ¿qué fue lo que más te gustó?, ¿te resultó más difícil de leer que otros libros?, ¿te sentiste identificada con el personaje protagonista en algo?, ¿cambiarías algo de la historia?, ¿recomendarías el libro? son interesantes, ya que hacen que el niño reflexione sobre lo que ha leído, se plantee cosas que tal vez no ha pensado, sea crítico más allá del sí o no me gusta, llegando al por qué y profundizando en él. Y para que eso suceda es bueno darles pautas, servir de ejemplo, comentar. Hablar mucho. Y, claro está, esto sirve igualmente para comentar lecturas en ambientes informales, dentro o fuera del propio centro escolar.

Así que bueno, exámenes no, pero si es posible, silencio tampoco.

Seguimos.