Hoy quiero regalarles, como quien quiere la cosa, la reseña que Joaquín Artime ha publicado hoy en su blog Micro_relativo sobre un libro de Sylvia Plath: Ariel (Ediciones Hiperión, 1985). Cuando la leí me pareció tan sumamente acertada que he querido compartirla en este blog, con su permiso, y de paso recomendarles la lectura de esta magnífica poeta de las manos de Joaquín.


¿Cómo se ha de leer una poesía? Siempre he pensado, en mi afán por que lleguen las ideas en su forma original, que en las traducciones se pierde la sutileza del lenguaje, el germen conceptual y el esplendor de un poema. Está claro que una traducción no altera del mismo modo una novela que una poesía. En la poesía las palabras hilan un ritmo, un recorrido sonoro que juega con la retórica de las imágenes que evoca, como en un sueño donde los bordes se difuminan en la niebla de la lírica. Así dicho podría parecer que estoy intentando ser poético, pero si tradujésemos mis palabras al mandarín, al swahili, al inglés, o incluso a un idioma más cercano como el portugués o el italiano, ya no estaría diciendo lo mismo. La forma se disiparía creando nuevas sugerencias, nuevos significados no pretendidos. 
Fue Robert Frost quien dijo: “poesía es lo que se pierde en la traducción”. ¿Y cómo solventarlo? Podríamos invertir años en aprender dos, tres, pongamos que cuatro idiomas hasta desenvolvernos con soltura entre millones de palabras con millares de connotaciones distintas, y aún así, no solucionaríamos el problema, pues el sentido histórico y cultural al que los autores hacen referencia en su elección gramática y sintáctica no se aprenderá con tanta prontitud. Por no hablar de que con cuatro idiomas le estaríamos dando la espalda a la mitad de la producción literaria mundial.


¿Y qué hacer al respecto? No lo sé. 


Sólo soy consciente de que no me ha resultado complicado encontrar en menos de cinco minutos tres traducciones distintas de un mismo poema: “Lady Lazarus”. ¿Cuál es la buena? Probablemente todas, probablemente ninguna, salvo la primigenia. Por eso les recomiendo, si tienen oportunidad y unos conocimientos básicos de inglés, que se hagan con una edición bilingüe como la que Hiperión ofrece sobre “Ariel”, el último poemario de Sylvia Plath; y que lean con calma y en voz alta, degustando la constelación de sonidos que saldrá de sus bocas. 


Para cuando terminen, lo más seguro es que se hayan olvidado de este dilema seudo-intelectual y se hayan quedado con una sensación bien distinta: la de haber presenciado una secuencia de sentimientos sobrecogedores. Sylvia Plath tiene ese poder místico de trasladar al lector a un interior martirizado, colosal, hipnótico y bello. Sus poemas caen con la rotundidad de una mano de dedos finos que después de ser cercenada y desollada se arroja al aire. Mientras gira, las falanges acarician el vacío con tierna añoranza. Se trata del oxígeno que jamás les volverá a alimentar.


Mucho se ha escrito sobre la poetisa norteamericana que se quitó la vida una mañana de 1963. Inmerecidamente su historia ha eclipsado su obra. No obstante, la calidad de su verso, tal vez demasiado ligado a lo autobiográfico, nos ha quedado como legado para recordarnos que la sutil combinación de fragilidad y dureza en raras ocasiones es tan perfecta.

“Dying
Is an art, like everything else.
I do it exceptionally well.
I do it so it feels like hell.
I do it so it feels real.
I guess you could say I’ve a call.
It’s easy enough to do it in a cell.
It´s easy enough to do it and stay put.”
“Morir
es un arte, como todo.
Yo lo hago excepcionalmente bien.
Tan bien, que parece un infierno.
Tan bien, que parece de veras.
Supongo que cabría hablar de vocación.
Es bastante fácil hacerlo en una celda.
Es bastante fácil hacerlo, y quedarse esperando.”