Buenas tardes, ¿cómo te llamas? -pregunto uno a uno a los niños y niñas que van entrando a la sesión de cuentos familiar.

Hoy puedo hacerlo con gusto. Pandemia y pospandemia han ayudado, con la reducción de aforo, a que sean menos y pueda tener tiempo para darles una bienvenida y despedida personalizadas.

Acuclillada, a su altura, o de pie si vienen en brazos de su madre, les pregunto.

Muchas veces hablo directamente a mamá porque el peque no me conoce o le da vergüenza: ¿y cómo se llama? Yo me llamo Laura, digo, para no pedirles el nombre gratis. Yo también doy.

Y así vienen: Nora, Lía, Martín, Maya, Lucas, Claudia, Sergio, Adrián… van entrando, se van sentando.

Si es un Bebecuentos sé que no son más de 15. Se han inscrito antes de venir. Entonces pregunto los nombres o pido la lista de inscritos a la bibliotecaria.

Los leo, revolotean alrededor de mi cabeza y luego, cuando llegan, planean y se colocan ordenadamente en cada niño o niña. Normalmente se quedan a la primera. Muchas, a la tercera. Otras se mezclan, suman o restan las letras y nombro a Noa como Nora. En ocasiones les rebautizo y al entrar se llamaban Bruno y al salir, Mateo. Otras, toca el grupo de nombres más difíciles, menos comunes, y tiendo a rendirme. Pero me concentro, pongo el foco, hago el esfuerzo, me doy la alegría de mirarles y nombrarles: en mi cabeza y en voz alta.

Nombrarles es recibirles, es quererles, es darles su lugar en el espacio y en las historias que voy a contar. Es la primera forma de amor que puedo ofrecerles al llegar.

La niña siente: porque me nombran, porque me miran, porque me siento reconocida y considerada, respondo. Respondo con mi atención, con mi presencia plena. Me siento parte de esto que está sucediendo, me están teniendo en cuenta. Soy importante.

La madre siente: porque la nombran, me nombran. Su lugar es mi lugar. Porque me miran y la miran, estamos.

Cuando nombro a los bebés durante la sesión, cuando les reparto algo y les miro y digo su nombre, cuando les hago una broma o les llamo la atención, tejo un hilo que me conecta a ellos: los siento. Están ahí. Y no es lo mismo que esté Mía a que esté Garoé. Al nombrarles les digo: estás, gracias por venir, sigue conmigo, estamos juntas en esto, mira lo que te he traído para que compartamos.

Nombrarles es hacernos familia no solo el rato que dura la sesión, sino luego.

Laura, soy la madre de Leo, fuimos ayer a verte, ¿podrías recordarme el título de aquel libro? -me escriben.Y veo a Leo claramente, frente a mí: encantado y divertido con aquel libro que ahora su mamá quiere.

Nombrarles es el principio para recordarles, para que sigan siendo conmigo, hasta que un día entran y les nombro sin preguntar.

– Pablo, cuánto tiempo sin verte, ¡qué bien te queda ese suéter!.

En el libro “Humano, más humano” de Josep María Esquirol, en el capítulo que lleva el nombre de este post, escribe:

“El nombre propio recoge el pasado personal y anticipa el futuro. Mi nombre me precede; ya estaba para que yo, poco a poco y sin apenas darme cuenta, me fuera sujetando a él. Todo cambia y yo también. Me hago mayor, y no soy el mismo que era. Sin embargo, el nombre permanece, guarda una especie de fidelidad a mi misterio y es la señal de continuidad en el cambio.

La vida es una parábola de los inicios. (…) Y cada vez que oigo mi nombre, es como si se me llamara a la presencia.”

Conocer a los niños y niñas que vienen a escuchar cuentos por el nombre es formar parte de su inicio, verles crecer en ese traje de letras, ser testigo del cambio y la permanencia.

El capítulo termina con esta mención a las palabras de Pere Casaldàliga, que hago rotundamente mías:

Al final del camino me dirán:

“¿Has vivido? ¿has amado?”

Y yo, sin decir nada,

abriré el corazón lleno de nombres.