Ilustración: Beatriz Martín Vidal

La
niña estaba leyendo. Miraba las imágenes con detenimiento. Durante mucho rato
permaneció en la misma doble página, observando. Su  madre la había dejado allí y se había ido a
hacer un recado. “Yo me quedo tranquila”, le había prometido. Y lo estaba. Estaba
relajada, centrada.
La
bibliotecaria me contó que solían hacerlo. Su madre la acompañaba, luego se
marchaba y una hora después volvía. Solían llevarse algunas novelitas y siempre
algún álbum.
Desde
que era bebé miraba las cosas desde el fondo de los ojos, con una atención
inusitada, pero desde que había descubierto las imágenes de aquellos grandes y
preciosos libros era algo más palpable aún. Podía pasar una hora entera con un
solo libro, o solo un minuto si no le atraía en absoluto.
Me
atrajo su mirada de niña sabia, su paciencia amable. Le inventé un mundo
interior rico y libre, le construí un palacio de sensatez con penachos de
locura, la dibujé en mi mente con la cabeza en las nubes y los pies en la
tierra.
Le
pregunté si le gustaba el libro. Me dijo que sí y cuando terminó, lo dejó a mi
lado.